miércoles, 11 de noviembre de 2009

Los piratas

Con pata de palo y un parche en el ojo, con un pañuelo en la cabeza rojo, con faja y una camisa abierta que deja ver tatuajes y cadenas de oro, de botines arrancados a pobres incautos a los que se comieron los peces, en un abordaje donde la voz es matar o morir hasta hacerse con el tesoro, que luego llegará a la isla de los piratas, llena de tabernas y lupanares, donde lo gastará todo, entre risas cascadas, voces altas de borrachos, gritos y peleas, con navajazos traperos por la espalda, a la salida, con garrotazos a traición que le dejarán desplumado hasta el próximo viaje en un barco negrero o en uno corsario, izando la bandera negra con las tibias cruzadas con la calavera como enseña, con menos memoria que un adoquín, porque nadie tiene nombre, todos son motes, barba azul, cara cortada, mano de hierro, el tocho, el canario, el chino, el negro, cada uno tiene el suyo.

Como el escocés que nació en Venezuela, un borracho empedernido, cruel, sádico, un buen tripulante, querido por todos, con su sable curvo que tantos cuellos ha cortado, de niños, de soldados, de piratas, porque para hacer carrera hay que eliminar a los congéneres que se extralimitan o que hacen un comentario cuando no debían hacerlo o que creyeron que podían desafiarle. Con su barba roja, con su gran corpulencia, con la sonrisa ancha sabedor de que la vida no vale nada y que el infierno lo espera sin remedio.

En la taberna del Sereno, con su cara agria, donde trasiega whisky con gusto, mientras abraza a una joven prostituta, que un día embarcó para casarse con un familiar del pueblo, en La Habana, pero el barco nunca llegó, y Sereno, la compró en el puerto en una subasta como al ganado, después de llevar varias horas atada por el cuello a otras chicas del barco, con los pechos al aire, ya que el comerciante le rasgó la blusa para enseñar la mercancía, todavía a ella no la habían violado, como a otras en la noche anterior, aunque sí la habían azotado y pateado sin ningún sentido ni provocación, solo por poder, para amansarla, las violaciones llegaron después, y las palizas, ahora tenía amo. Y su amo era implacable.

Después de unos días, con una falda, sin ropa interior, con un corpiño, dejando ver los pechos, Sereno, le dijo que tenía que ganarse la vida, en la taberna, haciendo beber a los piratas que venían con botín, que tenía que dejarse tocar, y manosear, pero que si querían un servicio debían pagar y subir arriba, salvo a los jefes o los amigos del Sereno, que tenían barra libre, y si no querían llegaría Buba, el eunuco mastodóntico, el esclavo que guardaba la puerta de la taberna a convencerles.

Buba había matado más veces que nadie, por eso era temido, adoraba y temía a su amo, que le trataba como a uno más y le dejaba comer lo que quisiera, pero nunca beber, le daba cama y le trataba con respeto, vivía así desde niño, cuando en un barco negrero llegó a la isla, donde Sereno tenía una taberna, cuando se lo jugaron a las cartas y el amo le ganó a otro dueño de otra taberna que le maltrataba y le había hecho lo que le había hecho.

En la taberna había otras chicas, pero duraban poco, o se estropeaban demasiado rápido. El escocés siempre la prefería a ella, la agarraba y con la espalda en la pared charlaba con Sereno, que le reía las gracias tras de la barra.

Entre las charlas de piratas, siempre hablan del mar y de sus viajes y de sus botines y del miedo de los que van a morir, también de otros piratas, de otros lugares, de los asquerosos orientales y de los criminales africanos, que no tienen buenas formas como ellos, los piratas blancos, que no matan a las mujeres y que a las gentes de dinero las mantienen vivas hasta cobrar el rescate, en cambio, los otros no hacen prisioneros y no tienen cortesía como ellos.

-Se están perdiendo las maneras, comentó el Escocés.
-Tú si que sabes, afirmó el Sereno, ahora no se hacen las cosas como antes.
Y rieron los tres, la chica también, que en su día se había llamado Laura, aunque ahora la llamaban la Rubia, mientras siguiera viva, la vida no le iba mal.